viernes, 27 de junio de 2014

Vieja

Miércoles. 6pm. Tráfico infernal. No dicen que cuando acaban las clases el flujo de coches disminuye? En fin. Otro mito. Apuro un ceda el paso para incorporarme a la calle perpendicular. Parejita de veinteañeros con hormonas efervescentes aceleran para impedirme la maniobra. Tarde. Me cuelo. Se siente. Total, seguimos todos parados. Miro el retrovisor. Gesticulan. Intuyo que juran por algún miembro de mi familia. Hay que ver. Vaya cabreo más tonto se han agarrado.

Avanzamos lentamente y, con una maniobra digna del mismísimo Carlos Sainz, consiguen colocarse a mi izquierda en un semáforo. Ella, que va de copiloto, se afana en girar la manivela de la ventanilla enérgicamente mirándome. Vaya por Dios. La vamos a tener. 


Por el rabillo del ojo veo que la ventanilla se le atasca y la pobre tontuna se cabrea todavía más. Está claro que el coche ha cumplido más años que ella. Consigue bajarla. Campeona. El chavalín, un Góngora del insulto, asoma como puede y me dice cuatro palabritas cariñosas. Ay que ver, esta juventud. Tanta creatividad lingüística desaprovechada. 

Hasta ese momento mi mirada se concentraba en mi parabrisas. A ver si paso el polvo del salpicadero, que ya me vale. Todo sobre lo previsto. Pero una palabra lo cambia todo. 


Esa chavalita que gritaba agitadísima desde el bólido de su noviete me llamó vieja. Qué cosas. Vieja. Para aquella jovencita, con 33 años una ya está dentro de la misma categoría que una octogenaria. La miré y le sonreí. Y fue una sonrisa sincera, lo juro. Me dio un poquito de lástima. A la pobre nadie le había explicado todavía que ella también cumplirá años. Va a ser verdad que el sistema educativo es terrible...

Sospecho que mi sonrisa avivó aún más el enfado pasando éste a proporciones serias. Creo de verdad que esa pobre infeliz pensaba que aquello era un insulto contundente. 


Pues bien, y ahora me dirijo a ella y al hombre en prácticas que iba conduciendo, si ser vieja es ser esto que soy hoy, quiero ser cada vez más vieja. Si creéis que cambiaría mi experiencia, mi matrimonio, mi estabilidad, mis dos hijos, mi serenidad o mi paciencia por un piercing fluorescente en el ombligo, no imagináis lo equivocados que estáis. 

No voy a engañar a nadie con frases lapidarias, admito que no me importaría dar en adopción alguna de mis patas de gallo, pero si eso me obliga a batir mis hormonas a punto de nieve, prefiero quedármelas todas.


Y pensando en esto llegué a mi casa. En que algo estamos haciendo mal si los veinteañeros creen que la vida acaba a los 30.

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