Seguro que les ha pasado.
Ver una foto en un blog o en una revista de canto gordo y enamorarse de algo. Soñar con ello. Pensar en las trescientas sesenta y cuatro formas de combinarlo. La gran inversión que supondría y su rápida amortización...
Que llegue el día en el que poder sacar un ratito para hacer una búsqueda y captura, y empezar a pensar que lo soñaron ustedes, porque lo más parecido que han encontrado no se asemeja ni en la etiqueta.
A mí me pasó con las minifaldas de plumas. Un peligro por cierto. En mi cabeza eran puro glamour combinable con camisas blancas, jerseis de punto y hasta con botas de agua y, sin embargo, en las tiendas que visité, los modelos se me antojaban más cercanos a una gallina resacosa con aspiraciones a cupletista. Un drama.
Era como sí, por el hecho de ser plumas, estuvieran sometidas a un irremediable matrimonio concertado con tiras de strass y ribetes de raso. Oiga, no cree usted que con las plumas ya íbamos sobradas?
Y, vamos a ver, que son plumas, no diamantes de kilate. No escatimen por favor. Lo del ribete de marabúes en el bajo, además de estar más visto que el tebeo, es como ponerle un flequillo a las rodillas...
Uno, dos y tres yo me calmaré...
Lo de siempre. Encontrar algo que me dispara la neurona coolhunter y que, en realidad, no existe. Enamorarse de un imposible. Ahora resulta que comprarse una falda se va a convertir en la versión fashionista de Los Puentes de Madison.
Entonces me acuerdo de que tengo un atelier.
Y me pongo a elegir color de pluma, forma y largura. Menos mal. Por un momento pensé en mutar en ave de corral.
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